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Primero, seré madre de mi hija madre

Hoy abro una puerta azul, con cenefas doradas que parecen brillar con una luz propia, como si custodiaran un secreto ancestral. Al cruzar el umbral, sé que me convertiré en madre de mi hija, quien a su vez se transformará en madre. El título de abuela, como un susurro de futuro, puede esperar un ratito más. Los tiempos, caprichosos y cambiantes como siempre, han trazado un destino peculiar: mi hija, a sus 36 años, se prepara para ser mamá. Me siento como una bruja sabia, con el corazón latiendo al ritmo del universo, mientras la acompaño en la ceremonia secreta de la implantación. Estaré atenta, casi invisible, mientras el pequeño óvulo fecundado busca abrigo en su cuerpo, como un peregrino encontrando refugio en un santuario. La acompañaré durante los nueve meses que seguirán, meses que se estirarán como un hilo de plata bajo la luna. Le leeré los cuentos que siempre amó, pero esta vez, las palabras cobrarán vida y danzarán en el aire, llenando la habitación de figuras y colores. Seré

GAYA

 Alexa me despierta a la hora programada, pongo las manos hacia adelante y me estiro como cuando voy a las clases de yoga, la posición del niño. Salto de la cama para ir a la cocina todavía frotándome los ojos; ¡me gustaría quedarme un poquito más en la cama calentándome con los rayos de sol que entran por la ventana! Luego me daré un baño de sol, que buena falta le hace la vitamina D an mis huesos. Pongo la tetera con agua, busco el té de manzanilla con miel y lo coloco en mi jarrito pintado de margaritas. Acerco la nariz al vapor que emana el té, pero no percibo olor alguno. Me limpio la cara. La siento mojada. La cafetera también indica que el agua está lista; su aroma ha desaparecido. Tampoco me apetece saborearlos. Algo está pasando con los alimentos, ¿o seré yo?  Voy colocando la mesa para el desayuno, saco de la refrigeradora el queso crema, lo destapo y lo huelo, no vaya a ser que también esté feo, pero esta vez se me hace agua la boca. Antes de ponerlo en la mesa, meto mi leng

EL ÚLTIMO BAILE

 El Último Baile La organización para el último baile del quinto curso se había convertido en nuestra única preocupación; ya no importaban los azules o rojos que decoraban la libreta de calificaciones, ni siquiera la posibilidad de que la temida asignatura de taquigrafía nos dejara rezagados un año más. La adolescencia había reducido nuestras ansiedades a una sola: la fiesta. Miguel Perero, con su voz de líder, repartía las comisiones como un general distribuyendo órdenes en medio de una batalla que solo nosotros entendíamos. Mientras él hablaba, yo luchaba por mantener una sonrisa que, aunque pretendía ser despreocupada, escondía la tormenta que se arremolinaba en mi interior. —Edgar Macías, tú te encargas del trago, por supuesto, caña manabita. Marcelo Loor, tú llevas el hielo y el limón cortado en gajos. Las chicas llevan chifles, paté de queso y de atún. —¿Y tú, ¿qué vas a llevar? —dijo en coro todo el curso, como si hubiésemos ensayado desde la eternidad para ese momento. —Yo llev

CELIA

  Como una idiota… ¡sí! Así se enamoró la tía Celita. —Eso les pasa a las mujeres muy inteligentes —decía su abuela, con un suspiro que mezclaba resignación y sabiduría ancestral. Una mañana soleada, aunque con el viento helado que bajaba desde el Pichincha, Celia vio salir del zaguán a un hombre delgado, con los hombros rectos, la columna erguida como una espiga y un caminar sereno; algo divino, parecido a un espejismo. Solo el sonido seco de la suela de sus zapatos al pisar las piedras lisas lo hacía real. Le pareció un poco arrogante, pero cuando lo escuchó hablar con tanta pasión a su hermano mayor sobre la profesión que había escogido en la Universidad Central y sobre teorías que se estaban poniendo en práctica en otros países, se enamoró de él. Lo quiso, convencida de que Dios podía andar entre mortales. —La regla le había llegado tarde, y fue determinante en la mujer que se convirtió. Sus ojos negros, profundos como pozos de misterio, y su boca roja, despertaban en el sexo opues

JERÓNIMO

 JERONIMO Tanto rogué a mi madre para que me enseñara que, finalmente, accedió ante mis súplicas. Unos cuantos movimientos bien coordinados bastaron para que me sintiera libre. Para ello, necesite buscar en mi bolsa las llaves de Jerónimo (que manía la mía de humanizar las cosas), mi querido Morris Marina del 78, color rojo, parqueado en el garaje. Llegó a mí como herencia. El llavero, compuesto por varias llaves y una gran pepa de tagua para evitar su pérdida, parece increíblemente difícil de encontrar en mi bolsa. Las llaves se escabullen y se esconden entre los objetos que componen mi mundo: pasado, presente, futuro y los "por si acaso". Al fin, el encuentro es un placer. Girar la llave y ver el seguro de la puerta hacerse visible me invade con una sensación de que lo que viene será bueno. Como buena manaba, me gusta sacarme los zapatos y sentir la textura de los pedales bajo mis pies. Jerónimo no se prende a la primera; tengo que bombear. El ruido del motor acelera mi cor

Cita con el Miedo

 Yo: Hola, ¿Te importaría si hablamos un rato? En la cafetería que abrieron en el gimnasio Miedo: Claro, pero no te prometo que será una charla fácil. Yo: te pedí un chocolate. Miedo: ¡gracias, comienzas tu o comienzo yo! Yo: ¡comienzo yo! Quiero entenderte mejor. ¿Por qué estás siempre ahí, incluso cuando no te necesito? Miedo: Estoy aquí para protegerte, aunque a veces se me va la mano. Intento mantenerte a salvo de cualquier daño, incluso de cosas que podrían no ser tan peligrosas. Como aquella vez que tenías fobia a los gatos negros. Yo: Pero esa vez que me dieron el diagnóstico de cáncer, hiciste que me sintiera tan desvalida. Miedo: veo peligros en todas partes. Mi trabajo es advertirte, pero a veces me cuesta medir la intensidad de mis advertencias. Yo: ¿Y qué pasa con esos momentos en los que me impides avanzar? Como cuando quiero hacer algo nuevo o enfrentar un desafío y termino procrastinando. Miedo: En esos momentos, temo que fracases o te lastimes. Prefiero que te quedes en

TINTORETTO

El baloncesto era su pasión, su vida entera. Moshé llegó de la escuela, se cambió el uniforme en un parpadeo y salió disparado, sin darme tiempo a llamarlo para hacer las tareas. Pensé que volvería pronto, arrepentido, como un buen chico, para hacer los deberes antes de volver a su deporte favorito. Pero cuando regresó, traía un bulto entre los brazos, y todas mis expectativas se esfumaron. Con un cuidado reverencial, abrió el paquete y dos enormes ojos negros, tan profundos como la noche más oscura, me miraron fijamente. Era un cachorro, apenas de unos quince días de vida. —Lo encontré dentro de una mochila en el parque, entre los escombros de basura —dijo, aún agitado—. Eran cinco perritos, pero solo él estaba vivo. Me conmovió profundamente ver la sensibilidad de mi hijo hacia los seres indefensos. Aquel cachorro, completamente negro, con el pelaje erizado y una panza hinchada, fue llevado de inmediato al veterinario. Unas horas después, volvió a casa bañado, desparasitado, vacunado