GAYA

 Alexa me despierta a la hora programada, pongo las manos hacia adelante y me estiro como cuando voy a las clases de yoga, la posición del niño.

Salto de la cama para ir a la cocina todavía frotándome los ojos; ¡me gustaría quedarme un poquito más en la cama calentándome con los rayos de sol que entran por la ventana!

Luego me daré un baño de sol, que buena falta le hace la vitamina D an mis huesos.

Pongo la tetera con agua, busco el té de manzanilla con miel y lo coloco en mi jarrito pintado de margaritas.

Acerco la nariz al vapor que emana el té, pero no percibo olor alguno. Me limpio la cara. La siento mojada.

La cafetera también indica que el agua está lista; su aroma ha desaparecido.

Tampoco me apetece saborearlos.

Algo está pasando con los alimentos, ¿o seré yo? 

Voy colocando la mesa para el desayuno, saco de la refrigeradora el queso crema, lo destapo y lo huelo, no vaya a ser que también esté feo, pero esta vez se me hace agua la boca. Antes de ponerlo en la mesa, meto mi lengua y pruebo un poco.

Está delicioso. Ese saborcito de leche que tiene de fondo, y la textura blandita… Me gusta y lo saboreo.

¡Pero, ¿qué hago?, eso nunca se lo hubiera permitido a los hijos!

Tapo el recipiente del queso crema, y me apuro untándolo en el pan, el jugo…

Miro el reloj de la cocina; es mejor que vaya a despertar a Moisés. Hoy tiene clases temprano en la universidad.

Me subo a su cama, saco las sábanas con las que se ha tapado de pies a cabeza; se niega ver el resplandor de un día bonito.

Le toco despacio su barba;

—Hay que ir a clases—, le digo, mientras aclaro mi garganta porque mi voz sale ronca y aterciopelada.

—¿Mama? —me dice con tono de súplica.  Está en un estado intermedio entre el mundo de los sueños y el de las responsabilidades.

¡Sí!, arriba, le digo.

Mientras él me toma por el cuello y me voltea con un abrazo rompe costillas. Estoy a su lado. Veo la persona en que se ha convertido. Todo un hombrecito universitario.

Le doy un beso, o eso creo; él se termina de despertar y dice:

¡Qué asco!, me doy cuenta que en realidad no le di un beso, si no una lamida.

—Encima tu lengua está rasposa —me dice mientras se limpia la cara.

Se levanta, abre las cortinas y en el reflejo del vidrio me veo acostada en la cama entre las sábanas que parecen un nido. 

Tengo el hocico manchado de queso crema.

No puedo estar tan sucia. Me siento en mis patas traseras, lamo mi pata delantera y procedo a limpiarme la cara.

FIM

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