CELIA

 

Como una idiota… ¡sí! Así se enamoró la tía Celita.

—Eso les pasa a las mujeres muy inteligentes —decía su abuela, con un suspiro que mezclaba resignación y sabiduría ancestral.

Una mañana soleada, aunque con el viento helado que bajaba desde el Pichincha, Celia vio salir del zaguán a un hombre delgado, con los hombros rectos, la columna erguida como una espiga y un caminar sereno; algo divino, parecido a un espejismo. Solo el sonido seco de la suela de sus zapatos al pisar las piedras lisas lo hacía real. Le pareció un poco arrogante, pero cuando lo escuchó hablar con tanta pasión a su hermano mayor sobre la profesión que había escogido en la Universidad Central y sobre teorías que se estaban poniendo en práctica en otros países, se enamoró de él.

Lo quiso, convencida de que Dios podía andar entre mortales.

—La regla le había llegado tarde, y fue determinante en la mujer que se convirtió.

Sus ojos negros, profundos como pozos de misterio, y su boca roja, despertaban en el sexo opuesto la imaginación de acariciarla y mirarla desnuda; aunque nadie se atrevía. Era tan bella como la Virgen de la Merced, y cuando hablaba se revelaba una sabiduría que hacía eco en los corazones de quienes la escuchaban. 

Se casaron apresuradamente, el cuerpo les pedía. Se entregaron hasta las uñas, a los deseos y a las ocurrencias dichas en noches eternas. Mientras ella lo dotaba de virtud angelical y sabiduría, él le compartía su inteligencia pragmática.

Su cabeza y corazón lo miraban de tantos modos. Fue el tiempo quien llegó, con la titulación de ingeniero en minas y petróleo; un trabajo en uno de los ministerios del país y la felicidad completa con un hijo. Sus días eran una danza de amor y complicidad, pero la sombra de la desilusión se cernía sobre ellos sin que lo notaran.

Un día, sin lluvia, sin sol, sin viento, mientras le quiso leer uno de los poemas para explicar su amor, él ya no estaba. Como llegó, se fue; sin despedirse siquiera. Celia buscaba en su inteligencia entender lo que pasó. La infidelidad se había instalado, se le acercó a la mujer del hermano como cualquiera… vivieron seis meses de lujuria, lo abandonaron todo y se fueron a pecar cerca del mar, envueltos en arena y sol. Ahí los encontraron, abrazados por la sal y el remordimiento.

Pero Celia estaba hipnotizada por el dolor, ya no tenía ni nombre ni destino. En el fango de la traición, también se ahogaban otros. Se sentía la más tonta de las tontas; perderlo fue un infierno, su pena fue larga, como el insomnio. Su sabiduría se enterró con el dolor, no quería vivir. Fue perdiendo el brillo de la piel, la vergüenza se colocó en una joroba en la espalda. Se ponía el chal que había tejido con lana de alpaca y las medias se las subía hasta la rodilla. El frío le salía de las entrañas y le hacían sonar las muelas, aunque el sol de agosto hacía su debut.

El traicionero se arrepintió pronto; mientras que para la familia de Celia solo se les ocurrió internarla en la casona colonial ubicada en el centro histórico. El alimento lo rechazaba, y los sueros le provocaban sueño. Ahí fue a visitarla él, con la piel dorada y la voz temblorosa. Habló sin tregua, le pidió que lo dejara curar sus heridas físicas y las del alma; le había picado como un maldito escorpión dejando su aguijón. Lo escuchó en susurros, como algo lejano, con indiferencia. No mostró arrepentimiento, solo quería que Celia se recuperara. Pidió a la familia permiso para intentar curar a su hija. Después de un rosario de insultos y recriminaciones, terminaron autorizando, pues ya habían perdido la esperanza de que su hija se recuperara.

Sabía que tenía que recuperar su inteligencia, la sabiduría que le caracterizaba. Los consejos de olvidar eran un error, un asunto imposible; tenía que encauzar los recuerdos para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva. Al tercer mes de hablar y hablar en monólogo, la hizo comer. La llevaba a caminar y se sentaban a conversar debajo del arupo. La mujer inteligente había regresado, se reprochaba una y otra vez cómo se había dejado llevar por la tristeza.

El domingo, las campanas de la iglesia del lugar anunciaban la misa. Ella ya no iría; alistaba la maleta con el par de vestidos que su madre le había empacado. Salió de ahí digna. Había repetido los malos recuerdos mil veces hasta que se evaporaron. Una semana después, sin decir nada a nadie, tomaron un avión rumbo a Venezuela. —Borrón y cuenta nueva —decían.

Venezuela, en el año 1943, publicó la primera Ley de Hidrocarburos y el ingeniero recién graduado había aplicado para trabajar con la compañía Phillips. El país del oro negro, su gente y el nuevo trabajo los acogió como se acoge a los vecinos, sin interés, con solidaridad. Vivieron años de mucha abundancia económica, su hijo se convirtió en piloto civil, era más venezolano que ecuatoriano, tuvo mujeres e hijos sin misericordia.

Celia enterró a su esposo en país extraño, y con ochenta años vio caer al país que le recibió. Les fueron quitando propiedades, arrinconándolos en una finca donde comenzaron a cultivar entre vecinos. Volvieron a cocinar con leña, con el trueque se defendían, las medicinas no llegaban a la población más necesitada. Todos huían con tal de sobrevivir; ella se quedó al cuidado de la última nieta, la que llevaron recién nacida, producto del desatino de su hijo.

Fue Iraida quien tomó la decisión, inspirada por una abuela heredera de su inteligencia. Tendrían que salir del país pronto, sino su abuela y su pequeña de dos años no resistirían. Se sentó en la silla de mimbre rota por el tiempo, frente a la piscina llena de agua sucia y ranas; con papel y esfero comenzó a trazar ideas, hizo una lista que cumplió con mucha destreza y prolijidad, tratando de no olvidar nada. La salida sería en la madrugada; el vecino le había conseguido la silla de ruedas y unas cuantas fundas de agua. Sentaron a la abuela de 101 años en el vehículo con ruedas y colocaron a la niña dormida en sus piernas esqueléticas, mientras ella empujaba con determinación. La mochila con el pasaporte de Celia era su único salvoconducto. La primera travesía sería Colombia, dormían en la carretera o en gasolineras, el grupo era muy solidario, en especial con la abuela que representaba el pasado y la niña el futuro esperanzador.

La frontera con Ecuador estaba al frente, solo el puente los separaba. Al pisar tierra ecuatoriana, Iraida se sintió libre, abrazó a su hija dando vueltas de alegría y besando la cabeza blanca de Celia. Celia no recordaba nada, su memoria, su inteligencia, su sabiduría se quedaron en otro país; ahora era extranjera en su propia tierra.

Tres generaciones de mujeres fuertes se encontraban en el lugar donde inició esta historia. Celia acompañó cuatro años más a su nieta y bisnieta, mientras Iraida entraba y salía de trabajos esporádicos. Con 105 años, dormida como en un capullo, Celia descansaba en el sueño eterno en el lugar donde la vio nacer, cobijada por sus dos amores que con otra bandera también la cobijaban, dejándola partir, y esperanzadas en nuevas oportunidades.

FIN

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