EL ÚLTIMO BAILE

 El Último Baile

La organización para el último baile del quinto curso se había convertido en nuestra única preocupación; ya no importaban los azules o rojos que decoraban la libreta de calificaciones, ni siquiera la posibilidad de que la temida asignatura de taquigrafía nos dejara rezagados un año más. La adolescencia había reducido nuestras ansiedades a una sola: la fiesta.

Miguel Perero, con su voz de líder, repartía las comisiones como un general distribuyendo órdenes en medio de una batalla que solo nosotros entendíamos. Mientras él hablaba, yo luchaba por mantener una sonrisa que, aunque pretendía ser despreocupada, escondía la tormenta que se arremolinaba en mi interior.

—Edgar Macías, tú te encargas del trago, por supuesto, caña manabita. Marcelo Loor, tú llevas el hielo y el limón cortado en gajos. Las chicas llevan chifles, paté de queso y de atún.

—¿Y tú, ¿qué vas a llevar? —dijo en coro todo el curso, como si hubiésemos ensayado desde la eternidad para ese momento.

—Yo llevo mi presencia —río Miguel, mostrando sus grandes dientes—. Bueno, bueno, llevo los casetes de Menudo que mi hermano trajo de USA.

Sabía que era mentira; Miguel se encerraría en su cuarto, grabaría las canciones que la radio Costa Azul transmitía al mediodía, y si le faltara alguna, suplicaría a la radio para conseguirla.

—Y tú, flaca, pon la casa —dijo, señalándome con ese dedo que pesaba como una condena. Sentí un frío recorriendo mi columna, pero tratando de disimular, asentí con la cabeza y murmuré entre dientes: —No hay problema.

¡No hay problema! Me repetía a mí misma mientras caminaba a casa, sabiendo que pedir permiso a mis padres sería una batalla épica, una que no estaba segura de poder ganar.

Ya en el almuerzo, intenté comentar casualmente sobre la fiesta que estábamos organizando, pero antes de poder pronunciar las palabras fatídicas, mi madre, con una chispa de emoción en los ojos, exclamó:

—¿Y por qué no la hacen aquí? La casa es grande, podríamos convertirla en una discoteca temática.

Me quedé con la boca abierta, congelada en el tiempo, hasta que papá, con su mano cálida y cómplice, sacudió mi cabeza suavemente y me susurró al oído:

—Todo estará bien-.

El sábado llegó, y con él, cada uno de mis compañeros trajo lo que se les había encargado. Mamá se había esmerado en preparar otros bocadillos; la mesa quedó espectacular, como un festín digno de reyes.

Papá, con su ingenio de artesano, colocó una esfera forrada de pedacitos de vidrio, que al girar lanzaba destellos de luces por toda la sala, como si estuviéramos dentro de una constelación. Preparó el aparato de música y, con paciencia infinita, guio a Miguel para que pusiera los casetes en el orden correcto.

Antes de partir, mis padres, con sonrisas cómplices, nos dijeron que nos divirtiéramos; ellos tenían otro compromiso, pero prometieron volver justo cuando la fiesta llegara a su fin.

Los chicos y chicas fueron llegando poco a poco, y mientras tanto, un mareo inesperado me invadió. El aroma de mis amigas me golpeó como una ola; cada una de ellas se había bañado en colonia, y el olor penetrante del Jannate, aquel perfume que nuestros padres nos regalaron cuando cumplimos 15 años, me hacía sentir que estaba navegando en un mar de flores demasiado dulces.

El baile avanzaba con pausas incómodas, interrumpido por las propagandas del locutor de radio que Miguel no había podido borrar de la cinta. Sin embargo, la música, como por arte de magia, nos fue envolviendo, y cuando sonaron las burbujas de amor de Juan Luis Guerra, cada uno encontró a su pareja.

Pedro me tomó por la cintura y me acercó tanto que sentí algo con vida propia, algo que, aunque no lo admitiera, despertaba un cosquilleo en mi interior.

De repente, un estruendo rompió la armonía de la noche. El sonido vino de la parte trasera de la casa. Salimos corriendo a ver qué había pasado, y lo que vimos nos dejó paralizados. La mesa donde se habían instalado nuestros padres, intentando espiarnos a través de las celosías, no aguantó el peso y terminó rompiéndose, dejando a nuestros progenitores uno encima del otro, con caras de vergüenza y risas nerviosas. Sin más, salieron despavoridos por la puerta de la cocina, como niños atrapados en una travesura.


FIN

Comentarios

  1. Eres lo máximo Saskya! Viví cada parte de tu historia como si fuera la mía.

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