VACACIONES EN LA PLAYA


La ausencia de mi padre definitivamente me marcó, dejando una herida sin horizonte, salada, que me corroe el corazón. He llorado tanto que podría haber formado otro mar.

Este lugar me llama; he vuelto a los diez años, con medio siglo a cuestas. Camino por donde caminaste, me siento en los mismos lugares donde disfrutabas de la contemplación, converso con personas que te recuerdan y a los que no, les cuento de tus aventuras.

Bajo a la playa con el mismo short de hace años; no he querido renovar mi ropa de playa. Mis piernas están peludas y en mis axilas un vello incipiente se deja notar. En la mochila llevo mi libro, el cuaderno de notas y un pequeño lápiz que encontré en un velador de la casa de la playa que con tanto amor fuiste construyendo.

Al llegar al malecón, una hilera de sombrillas anaranjadas y rojas me espera.

—¿Patrona, quiere una silla o una perezosa? —me dice el dueño de los ocho parasoles.

Me ha preguntado lo mismo todos los días, y hoy que es el último, no es una novedad.

El primer día escogí una silla. Cuando me la trajo, tenía una cicatriz inmensa, la habían cosido como si fuera una cesárea.

—Una perezosa, Jacinto —le contesto. Él, ágilmente, la saca de un hueco que ha hecho entre las rocas que sostienen el malecón. Con sus manos nudosas y dedos como garfios, sacude una franela, la limpia torpemente y la pone debajo del parasol anaranjado donde hay sombra.

Me acomodo y contemplo el infinito. El azul del cielo y del mar me hace sentir que estoy en la bóveda del firmamento; solo soy un punto anaranjado confundiéndose con los granos de arena.

Saco el libro con la intención de leer, pero no puedo engancharme. Después saco el cuaderno para escribir o dibujar algo, y tampoco lo logro. Simplemente no hablo, no pregunto, no quiero respuestas, y así pasan horas tras horas hasta que el sol me ha pillado y la voz de Jacinto me trae de vuelta a la realidad.

—Le traje vinagre para las picaduras —me dice.

—Ya no tengo dolor —le contesto y le agradezco.

—Estoy haciendo un botiquín para cualquier evento que se presente —me dice Jacinto.

El día anterior, la orilla de la playa estaba bordada de globitos e hilos azules. No hice caso del lenguaje marino ni de la bandera roja que anunciaba peligro. En un momento de entusiasmo, me metí al mar y los hilos de las medusas me envolvieron. El dolor era muy fuerte; sentía latigazos de fuego por todo el cuerpo y la cara. Sabía que no debía tocarme, me puse nerviosa y no podía coordinar hacia dónde nadar. Lo lógico era buscar la orilla, que una ola me ayudara a salir, pero escogí nadar a lo más profundo con la idea de que mar adentro ya no estarían. Ahí, sola, cansada, adolorida, con miedo, me di cuenta de que solo yo tengo la oportunidad de decidir cómo vivir por mí y para mí. Yo soy la dueña de mis decisiones, de afrontar mis miedos y dejar ir, porque si no, me hundo.

Salí agotada y corrí a buscar arena blanca y caliente.  Me envolví toda como apanadura. En otros tiempos, los hijos aprovechaban para orinar encima del pobre infeliz que había sido atacado por el aguamala; la orina caliente es el mejor calmante.

Jacinto me miraba desde su piedra, donde vigilaba a su clientela. No dijo ni hizo nada, solo observaba. 

Llegó a la playa montado en un burro desde Canuto con solo doce años; su padre, Perfecto Mendieta Delgado, lo mandó a trabajar con su compadre Reina en la pesca. Fue pescador hasta que se casó con Clemencia. Tuvieron diez hijos, han sobrevivido seis. De los tres mayores no habla, pero de los tres últimos está más que orgulloso. Dos mujeres viven en Quito; el último es ingeniero y trabaja en Portoviejo. El orgullo le sale por los ojos pequeños como maní y azules como el mar. Ya ha canado, y sus piernas como garrochas le duelen. De vez en cuando se sienta y se las soba, las acaricia para que soporten un poquito más.

—Me voy mañana, Jacinto —le digo con nostalgia.

—¡Patronita ya se va! Usted es hija del señor de la casa... —

No termina la frase; con un gesto señala el lugar.

—¿Usted se acuerda de mi padre? —le pregunto.

—Claro, con el patrón sabíamos conversar bastante. Cuando ya no lo vi, me imaginé...

—No lo diga, Jacinto —lo interrumpo—. Para mí, él está más presente que nunca.

—Le ayudó a entrar a la universidad a mi hijo. Gracias a él sacó el título de ingeniero, le ayudó a entrar en la empresa eléctrica para trabajar- me cuenta.

Entiendo que tu recuerdo está presente, que como las olas van y vienen. Respiro profundo el olor a mar que tanto te gustaba, siento la arena debajo de mis pies y el sol acariciar mis pensamientos.

 Regreso a casa, donde me rodean cerros y volcanes, con la certeza de que estás conmigo.

FIN

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