DOLORES

 

Bajo el resplandor del solo matutino y el reflejo del cielo azul en la piscina, las palabras se agolpan en mi mente, ansiosas por plasmar en el lienzo del papel.

El terreno que ahora acoge la morada familiar fue adquirido por mis progenitores; “la casa de los abuelos” la llamamos ahora. Se construyó en un barrio aún incipiente, conocido como el "Barrio del Samán", en honor al majestuoso árbol que se alzaba en su centro.

Aquí, en estas calles de tierra arcillosa y terrenos poblados de algarrobos, transcurrió mi infancia, entre ventanas de latillas cruzadas para protegernos de los ladroncillos que aprovechaban del lugar solitario y suelos de cemento que requerían ser pulidos con esmero para evitar el asedio del polvo.

Los susurros del pasado llegan a mí sin permiso, asomando tímidamente la figura de ella, la protagonista silenciosa de este relato, que ha pasado al olvido y que quiere salir a luz.

Siempre la vi envuelta en un vestido blanco, adornado con bordados de flores negras, un cuellito de fino encaje, complementa el buen origen de la prenda, nunca se sacaba los guantes ni para comer a pesar del clima caluroso, zapatos con tacones de unas dos tallas más marcaban sus pasos, la gran cartera colgaba elegantemente de uno de sus hombros. 

Los había recogido en la basura de alguna mansión donde las mujeres los habían desechado por estar pasados de moda.

Caminaba derecha, la cabeza en alto con su dignidad inquebrantable, desafiaba a aquellos que se atrevían a juzgarla por su apariencia.

No era una reina, ni cosa parecida; llevaba consigo un paraguas, el que se convertía en un cetro, en una espada, o un látigo; con él, enfrentaba las inclemencias del tiempo, de los perros que le salían al encuentro y de las burlas de los niños malcriados, quienes la rebautizaron como "la vieja de cuatro pelos", en alusión a su alopecia.

Entre semana, pasaba en la iglesia de la merced oyendo misa y sentándose en las bancas del parque central; cuando se cansaba, pasaba al otro parque donde volvía a oír la misa en la catedral y luego se sentaba en las bancas de cemento debajo de un tamarindo.

Sin embargo, su presencia era una constante en mi vida.

Ella se invitaba todos los sábados, puntualmente llegaba a casa, a mi barrio; se sentaba debajo de la palmera que fue sembrada en el jardín. Al principio me daba rabia cómo invadía nuestro espacio.

Sin embargo, mamá la acogía con generosidad, compartía con ella el desayuno y el almuerzo, mientras yo observaba en silencio su interacción.

Es así como supe su nombre: “Dolores”, le caía como anillo al dedo por su historia de vida, la que se envolvía en un halo de tragedia y violencia familiar.

Recuerdo comer rápido para llevarle los platos de comida, cuando terminaba sonreía dejando ver su boca desdentada; desenrollaba sus piernas pellejudas y huesudas, se levantaba con agilidad, planchaba su vestido con sus manos, metía algunas frutas en su gran cartera y salía de casa sin decir nada; arrastrando sus tacones, levantaba el polvo arcilloso del lugar.

 Ella y yo conseguimos estar juntas horas y horas, la una sentada frente a frente, sin decir palabra, solo observaba e imaginaba.

Uno de esos sábados llegó con una niña de unos 13 años y un bebé.

Ya no era solo ella; la que usurpaba mi espacio, eran dos más. Ese día no fui a acompañarla, mi enojo se convirtió en lágrimas, con la cabeza debajo de la almudada mis padres me contaron la historia de los tres usurpadores.

Dolores no era brillante, en el cerro donde vivía fue violada, crio a su hija como pudo, como su instinto le permitía, pero a los 12 años la historia se volvió a repetir y ahora ella cargaba a su hermana y a su nieto.

A medida que los años pasaban, su presencia se desvanecía, dejando un vacío que solo el recuerdo podía llenar. Mi infancia, impregnada de su fuerza y sufrimiento, se convirtió en el motor que me impulsaba a seguir adelante, recordando siempre la lección de resiliencia que ella me enseñó.

Y así, entre los colores vibrantes del croto que plantaron mis padres en su lugar, me veo a mí misma: fuerte, alegre, viva, en cualquier lugar que me encuentre.

FIN

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