CONTADORA DE HISTORIAS



Siempre me gustó subirme y sentarme en la última fila del bus, no en la ventana derecha ni en la izquierda, sino en la parte central.


El lugar cerrado con asientos en hilera colocados a cada lado de la carrocería metálica, era todo mi mundo; ahí, se activaba al cien por ciento mi imaginación, mi capacidad de observación y de evadir la responsabilidad como estudiante de la prepa de ingeniería.


Lo único que tenía que hacer era bajar del bus y llegar puntualmente a la universidad, atender las clases de matemática y regresar a casa sin desviarme de la ruta.


—Yo cumplía—, a mi manera, claro está; me subía al bus, no me bajaba del vehículo y me bajaba puntualmente en la parada frente a la casa, donde papá me veía orgulloso por encima de sus lentes.


Ese ejercicio duró hasta que me descubrieron; como castigo, papá me llevaba en su camioneta roja, esquivando los baches y se estacionaba debajo de la acacia que estaba frente a la facultad de ingeniería civil; esperaba hasta la hora de salida. 


Como era de esperarse, perdí la prepa y mis inicios como creadora de relatos se truncaron.


Muchas de las historias que me imaginaba mientras veía a las personas subir y bajar del bus se han perdido. Ahora que lo pienso, podía haberlas escrito o dibujado, pero sentía verdadero placer solo observar e imaginar.


Recuerdo que en la segunda parada siempre se subía un muchacho de pelo crespo, piel dorada, de largas piernas. El jean dejaba ver otros atributos; con el cuaderno espiral bajo el brazo, se sentaba siempre en la tercera fila, arrimaba la cabeza al vidrio y su mirada se perdía en el paisaje ocre.


En la siguiente parada, se subía una señora gorda de tetas grandes que se movían al ritmo de sus caderas. Llevaba una bolsa de plástico de esas que venden en los mercados, rayada y de colores chillones. Se sentaba de un sopetón, sin respeto por el pasajero que estaba a su lado, el que este se retiraba disimuladamente tapándose la nariz. El olor que emitía era nauseabundo. La bolsa la ponía en el pasillo; entre las cebollas largas y los manojos de cilantro, se daba modos una gallina para sacar su cabeza. Era una gallina de domingo, sin plumas en el cogote. Aquel animal me miraba con ojos agonizantes, mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro; parecía que leía los pensamientos. Estaba viviendo los últimos días de vida, no para ser cocinada en olla de barro y en leña. No, la pobre sería sacrificio para hacer alguna limpia de clientes desesperados por amores infieles o ataduras de otros.


El chico del cuaderno espiral se bajaba en la siguiente parada, frente a la universidad; parada en la que también tenía que bajarme.


Su compañero lo esperaba; él se ponía muy contento, sonreía dejando ver todos sus dientes.


Alcancé a ver que sus manos se rozaron y sus miradas hablaban lo que sus labios no podían. Nadie tiene que darse cuenta de que se aman.


Los vi perderse por los laberintos de los edificios de la casona universitaria.


Sigo sentada en la última fila, en la mitad, imaginando y con la certeza de querer ser contadora de historias.


                  FIN


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Pecados capitales

2023-2024

Tarde de lluvia