EL JOROBADITO


Una noche fría de agosto, Matilde mordía la punta de la cobija de alpaca, mientras pujaba hasta quedarse sin aliento para que su primer y único hijo llegara a este mundo.

Ella misma cortó el cordón umbilical, lo limpió, le sopló en la cara para que llorara; se lo llevó al seno desnudo para que tomara de ella las primeras gotas de leche. Sin ningún problema el niño se agarró del pezón y comenzó a succionar.

Sin que el pequeño se desprendiera de su alimento, por última vez pujó y la placenta terminó expulsada.

—Te llamarás Ángel—. Dijo. Según el calendario Santoral, que colgaba en una de las paredes de adobe de la casa… 

El padre se había ido con un grupo de paisanos por las montañas heladas dirigidos por un coyote que le ofrecía mejores oportunidades a cambio de unos miles de sucres. Se fue solo con el poncho, botas de caucho, y su sombrero de paño; en el bolsillo llevaba una foto de su esposa embarazada. La mujer nunca le reprochó cuando se lo dijo.

Madre e hijo vivían sin ningún contratiempo, cultivaban la huerta y habían logrado tener unos cuantos animales en el corral.

Ángel aprendió a caminar correteando con las gallinas. Su madre se esmeraba para que creciera fuerte y le daba los mejores caldos con verduras.

Cuando lo bañaba en la tina de plástico junto al fogón, su corazón latía fuerte, rápido y se llenaba de mucha angustia al palpar cómo algo le crecía en la espalda a medida que el niño también lo hacía. No quiso llevarlo al doctor del pueblo, tenía la esperanza que pronto iba a desaparecer.

Su vida se desarrollaba como cualquier chiquillo inquieto. Lo que crecía en su espalda no era ningún problema para él.

Cuando comenzó a hablar, llegó también la pregunta que su madre temía.

Mama…     ¿Por qué tengo esto en la espalda?

La madre lo abrazaba amorosamente y mientras acariciaba el bulto le decía que algún día de allí saldrán las más hermosas alas.

La felicidad se acabó cuando comenzó a ir a la escuela; sus compañeros lo molestaban; él se enfrentaba con toda su furia y lo único que conseguía es que le gritaran el apodo que le habían puesto "el jorobadito".

Las fiestas del pueblo se acercaban y el circo se instaló al filo de la carretera, con un megáfono el dueño de éste, anunciaba las funciones… A sus oídos llegó la historia del jorobadito; la curiosidad y su mente mercantil idearon un plan para sacar dinero a costa de él.

Busco a su madre para hacerle una propuesta.

Matilde lo sacó a escobazos de la casa, gritándole que se largara, que nunca más se apareciera por ahí… Su hijo no era un fenómeno…

El cirquero eufórico pidió a sus compinches que robaran al niño. Cumplieron la orden, y lo metieron en el mismo vagón donde estaba la mujer más flaca del mundo. Hizo algunos intentos por escapar, llamaba a su mamá, pero los gritos solo retumbaban en las paredes de lata del furgón donde estaba encerrado.

Fueron los peores días de su vida; en una de las noches donde la alegría estaba en su mayor apogeo, los brillos y las risas de los payasos hicieron que se olvidaran del secuestrado; la mujer más flaca del mundo le dio una ruana para que se cubriera del frío y tapara su joroba; abrió la puerta del vagón y lo dejó escapar… El niño le provocaba lástima; no merecía estar ahí.

Ángel corrió por sequias, sembríos de alfalfa y papas. Hasta que el sol comenzó a brillar; lloró de miedo, temblaba; no reconocía el lugar, su cuerpo estaba tan caliente que no tenía fuerzas para seguir caminando, y se acomodó entre los guachos de papas quedándose dormido.

Unos campesinos lo encontraron como un capullo envuelto en trapos.

Los hombres habían escuchado hablar del pequeño y de su madre. En una camioneta vieja, que tosía con cada cambio de marcha, llegaron a la casa de Matilde y le entregaron al muchacho…

Ella le tomó en brazos, le puso ropa limpia; colocó en la cama botellas de agua caliente y paños de agua fría en la frente que hervía por la fiebre.

El niño se dejó cuidar, y poco a poco con el amor de su madre la fiebre fue desapareciendo.

La madre se sentaba en una silla al lado de la cama, y no se permitía dormir; quería siempre estar alerta para controlar la calentura y los escalofríos. Mientras pasaba unas bolitas de una en una y susurraba entre labios algo parecido a una oración, se quedó dormida tan profundo que ni un terremoto la hubiera despertado…

El canto del gallo la despertó; el animal se había trepado a las matas que estaban en la ventana del cuarto, haciendo un verdadero escándalo.

Se acercó para ver a su pequeño y no lo encontró. Lo buscó por toda la casa, la huerta, el gallinero. Volvió desesperada a buscarlo entre las cobijas y lo que encontró fueron unas cuantas plumas blancas.


                    Fin

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