TACONES ROJOS

 

El abuelo sostenía entre sus manos la última botella de vino que habían tomado juntos; el corcho mantenía prisionera las cenizas de la abuela, pues iba a realizar un largo viaje por el rio hasta llegar al mar. Con toda su fuerza lanzo la botella a la ría; vimos como los lechuguines la envolvieron y se la llevaron escoltada como una reina; hasta que desapareció. Se habían conocido una tarde de marzo, cuando ella paseaba con sus amigas por el puerto; mientras el daba las ultimas indicaciones para zarpar. El abuelo era pequeño de estatura y de contextura robustas, con los ojos tan azules como si lo más profundo del mar lo hubiera hechizado. De sus cinco nietos soy la única que hereda el color de sus ojos; posiblemente porque nos unía algo más que hasta esos momentos desconocía. Después de la muerte de la abuela me quedaba con él todos los fines de semana; mientras mis padres visitaban la finca de banano al otro lado del rio. Subía las gradas de madera de teca casi a gatas, me gustaba tocarlas con las yemas de los dedos, el color rojizo brillante de la madera y el chirrido que producía según quien las transitaba ocasionando en mí una sensación de llegar a un lugar mágico. Él, siempre me esperaba en su oficina, un lugar lleno de estantes de libros y una gran colección de mapas marinos. Muy joven se enlisto en la marina, se retiró siendo teniente de Navío, para convertirse en Marino Mercante; lo tentó una oferta de trabajo donde se haría cargo de la nueva flota de transatlánticos. El gran escritorio de cedro estaba colocado a lado de la ventana; en la parte superior un vidrio grueso protegía las fotos de la abuela, hijos, nietos, amigos, y lugares de donde había visitado. Las tenía siempre a la vista, no le gustaban los álbumes. Pasábamos todo el tiempo ahí, me gustaba asomarme por las persianas de madera; aprendí a contar con las golondrinas que se posaban en los tallarines de alambres que se sostenían de poste a poste. El abuelo sabía renegar por la mala distribución de estos. Me contaba historias fantásticas mientras yo Serbia él té con tasas de plástico y diminutas, en otra ocasión dibujábamos sirenas y peces de diferentes anatomías, me divertía mucho cuando jugábamos al salón de belleza, solía peinar su cabeza despacio porque su cabello había desaparecido y solo quedaba una pelusa blanca. Sabia dejarse maquillar, pintaba sus ojos de color azules, y en los cachetes ponía colorete que había tomado de la cómoda de mamá junto con el lápiz de labios. Nos reíamos mucho de nuestros juegos. Un día Josefa que acompaño a la familia como cocinera desde que los abuelos se casaron, llego sin tocar la puerta nos miró, sin ninguna expresión en su cara dejo los vasos en la mesita esquinera y salió. Una de esas noches, ya entrada la madrugada, sentí unos pasos que no había escuchado, pues la escalera siempre me avisaba quien subía o bajaba por ella. Me levanté y abrí la puerta lo suficiente para no ser notada. Unos zapatos de tacones rojos pasaban por frente a mi habitación, era una mujer con un vestido negro y cabellera largos de color rubio que le llegaba hasta la cintura, entraba a la habitación del abuelo con mucha familiaridad. El sueño me vencía esperando que saliera.  Cuando termine el colegio mis padres me mandaron de intercambio a EEUU. Me despedí del abuelo con un hueco en el estómago y deseando regresar. Mi estadía allá fue la mejor experiencia, pronto comencé a olvidar al abuelo, todos nuestros juegos, historias y paseos, los veía como si hubiera ocurrido hace mucho tiempo, se estaban borrando de mi memoria. Una mañana los padres sustitutos me llevaron al aeropuerto, el abuelo había enfermado y pedía que estuviera con él. Mi madre me fue a ver al aeropuerto y me lo dijo sin filtro ni adornos, en pleno estacionamiento. — el abuelo había muerto—. No me pude sostener en pie me arrimé a un vehículo, se acciona la alarma, mientras de mi garganta salió un gemido como el de un animal agonizante. La ceremonia fue la misma que la de la abuela; mi madre fue la encargada de lanzar las cenizas al rio, ahora los dos seres están navegan en el maravilloso mar. Mamá no pudo volver a casa del abuelo, Josefa también se despidió con la misma maleta que llego. Me hice cargo de recoger, organizar la casa y los papeles del abuelo.  Mapas y libros los iba colocando en cajas para donarlos; encontré una puerta que no tenía perilla, solo fue necesario unos golpecitos para que esta se abriera. Había algunos abrigos, el uniforme del abuelo, un vestido negro en una funda de plástico con anuncio de una lavandería del sector, cajas con insignias, fotos de una mujer rubia rodeada de hombres, otras cajas donde una peluca rubia reposaba toda ella cual larga era, la última caja se había colado hasta el fondo donde tuve que hacer malabares para recuperarla el contenido eran unos zapatos rojos de tacones. Volví a colocar todo en su lugar, cerré la puerta, me senté en el asiento de cuero del abuelo y lo entendí todo. Nada ha cambiado, en mi corazón, el secreto del abuelo está a salvo. 

FIN

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