Me dejo caer


Envuelta en aserrín, llegué por mar al nuevo continente. No tengo la noción del tiempo de mi existencia, pero sí soy capaz de contar las historias que me ha tocado acompañar hasta hoy. Llegué a ella, como la única sobreviviente.

Todas las mañanas ponía la cafetera al fuego; el pito de ésta siempre la sobresaltaba, y se apresuraba a sacarla de la hornilla mientras me bajaba de la repisa.

El líquido caliente del café entumecía mi fina porcelana; sentía cómo el calor tomaba todo mi ser. Me llevaba debajo de su nariz y aspiraba profundo el olor que emanaba el líquido oscuro; sus labios tocaban con delicadeza el borde dorado mientras me hacía girar entre sus manos.

El sonido del timbre la saca violentamente a la realidad. Me colocó despacio sobre la mesa de mármol; su frialdad provocó que sufriera un cambio en mi porcelana y en el líquido. Ella también sintió una corriente en todo su cuerpo, y el miedo la invadió.

—¿Sabe quién toca la puerta? Lo puede sentir—.

Es su novio pidiéndole otra vez disculpas. No se atreve a abrir la puerta, con palabras suaves le pide que se vaya. No quiere despertar a la bestia que está al otro lado. Regresa a la cocina; me toma con ambas manos tratando de serenarse y calentarse. Sus labios tiemblan y el líquido oscuro va tomando un sabor salado. Son sus lágrimas que caen dentro de mí.

Nuevamente se escuchan gritos al otro lado de la puerta, que cada vez son más intensos. Me pone a buen resguardo en el mismo lugar frío al que ahora siento como si fuera mi lápida. Ella respira profundo y se dirige a la puerta con pasos lentos y pesados; se imagina que es un mal sueño. 

—Había sido testigo de la misma escena en varias ocasiones; sabía lo que vendría—.

Abre la puerta con la esperanza de convencerlo de que se valla, el momento es aprovechado por él; la empuja violentamente. Ella trata de alejarse, pero es alcanzada. Veo como levanta la mano y le da el primer golpe; está pálida de miedo, su cara ahora se vuelve rojiza.

—En el transcurso del día se convertirá en una masa verde y morada—.

Él sale satisfecho del departamento dando un portazo que retumba por todos los pasillos del edificio.

—Desde mi rincón la veo llorar desconsolada; soy testigo de que lo ha intentado todo y en ese proceso lo único que ha sacado es empeorar la situación—.

Me volvió a buscar en la noche; volteó el líquido frío en el fregadero y pasó una esponja suavemente por mis paredes finas para eliminar el café salado, seco el borde dorado y me puso frente a la lámpara.

¡Lo hacía siempre! —, como si interpretara un baile muy sincronizado que a base de mucha práctica era perfecto. Buscaba en el fondo la cara de una japonesita y sonreíamos juntas. Me coloco en la alacena y dormí toda la noche.

Al día siguiente despertó más temprano de lo habitual y el ritual se repitió como todas las mañanas: la cafetera, el pito, el sobresalto, el olor, yo…

—Tal vez; no pudo dormir y decidió levantarse más temprano—.

Se elevó en puntilla para alcanzar otra taza diferente a mí, pues yo era única en ese universo; colocó a las dos el líquido oscuro, oloroso y unas cuantas gotas. Tomo el celular, y lo invito para conversar civilizadamente.

Llego antes de lo previsto, y de su boca salían atropelladamente palabras de perdón, mientras ella lo conducía a la cocina; era el único lugar del departamento que se sentía segura.

—El mismo discurso de siempre—, le prometía que nunca más le alzaría la mano que no puede vivir sin ella…

Nos puso en una bandeja y la colocó delante de él; mientras sacaba de un cajón unas galletas bañadas en azúcar, él me tomó por la aza dorada. Sentí sus labios resecos, su aliento alcoholizado y el bigote áspero rozando mi fina porcelana.

El grito que escucho lo paralizó; bruscamente ella cambio su recipiente por el mío, le dijo que esa es su taza, que siempre tomaba café en ella, y con la adrenalina en su cuerpo como montaña rusa le lanzo toda su ira en palabras de resentimiento, miedo, frustración…; me llevo a sus labios y de un sorbo tomo el líquido. Sentí cómo su piel comenzaba a perder el color y sus labios se volvieron fríos como la mesa de mármol, su cuerpo se desvanecía, y yo con ella.

—Me dejo caer—.

Mi fina porcelana se había convertido en mil pedazos; la escena era una verdadera tragedia. Alguien se llevó el cuerpo de ella, a él le leyeron sus derechos y mientras lo esposaban gritaba y lloraba desesperado. Creo que mi fin fue más afortunado, una escoba y una pala me recogieron y me llevaron al basurero de la cocina, me deje caer dentro de mi tumba.       

Fin

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